Uno se
despide
Insensiblemente
de pequeñas cosas
lo mismo que
un árbol,
que en tiempo
de otoño se queda sin hojas.
Al fin la
tristeza,
es la muerte
lenta de las simples cosas,
esas cosas
simples
que quedan
doliendo en el corazón.
Uno vuelve
siempre
a lo viejos
sitios donde amó la vida
y entonces
comprende
cómo están de
ausentes las cosa queridas.
Por eso
muchacho
no partas
ahora soñando el regreso.
Que el amor
es simple
y a las cosas
simples las devora el tiempo.
Canción de
las simples cosas
Autor: Cesar
Isella
Canta:
Mercedes Sosa
Siempre he oído los cantos a la vida y siempre ha versado en
mis oídos la muerte. Llevo días luchando con fuerza, para que en mis ojos no
llueva con tanta fuerza el recuerdo y que esos mismos recuerdos no me ericen la
piel como en realidad lo consiguieron. No es fácil ni necesito
auto-sicoanalizarme para llegar a la conclusión que estos protocolos de
velorios, de funerarias y de tumbas, me molestan adentro pero bien adentro de
mi mismo; me conmueven con fobia y me “enjarran” los brazos a Dios, esperando
la respuesta que desde mi infancia evade.
Hoy es primer domingo de octubre y se asoman el invierno y la
poesía en mi ciudad. Estoy pensando en varios amigos y compañeros que en estos meses despegaron y hoy solo rondan mis sueños. He regresado a mi casa en la calle 3
No 8-39; he acariciado con ternura a los míos; he evocado
mi primordio y silencioso asomo al amor, en que las hermanas mayores de mis
amigos, eran las culpables de alterar mi ritmo cardiaco; han llegado a mí,
oídas de muchos conocidos entrando a los mundos de quimios, radios,
cateterismos y angioplastias a través de inciertas puertas giratorias. Y hoy,
otra Mercedes la inmortal Mercedes, esa gordita que llevaba desde que me
acuerde dando “gracias a la vida que me ha dado tanto”, se calló y dio permiso
para que le gritaran “a la orden”.
Con ella, con el mito de Alfonsina y el mar y con 600 pesos,
anduve tres semanas el sur de Colombia y todo el Ecuador, cuando mis dientes y
mi piel eran blancos; cuando el amar, siempre era fácil y cuando aún, Correa y
Uribe se reían con franqueza.
Un casete de la menuda Argentinita que remendé muchas veces
porque sonaba encima de cada centímetro de los 3000 kilómetros recorridos, me
enseñó a quererla, a meterla en mi cabeza y en mis andanzas y a admirarla y a
tatarear con ella. Me ha cantado a los 20 a los 30 a los 50. Me ha dado
serenatas y me ha entonado las dianas de la aurora; me ha hecho dúo en mis
poemas de la tarde; me ha cantado en vivo: allá en Cali, en el parque
Panamericano junto a miles de estudiantes que gritábamos al son de su música
por un país justo y unido a la América de sus sueños, sin las fronteras de
tanta estupidez.
Oyendo las noticias de los últimos días supe que la
entubaron, la inyectaron, la oxigenaron, la maniataron, la manipularon tanto,
que aunque la hubieran salvado, no habría podido volver a cantar. Estoy seguro
que ella habría querido morirse como Alfonsina, caminando libre hacia su
silencio final. Se quedó sin pregonar por última vez las vivencias que en
verso, la Stoner escribió para su muerte y que con Jorge, Itos y Diego tres
amigos inigualables que hoy se habrán levantado turulatos de pena; un libro de
Neruda; algo de Piero y varias cervezas “Pilsener”, empecé a cantar frente al
mar pacifico en la playa de Esmeraldas hace treinta y tres años y hoy aún
entono.
No será difícil seguirla oyendo desde otra dimensión. Pero sí
será difícil acostumbrarme a oírla sin tanta gente que se va saliendo de mis
coros.
PAZAL,
Popayán Octubre 4 de 2009