¡Ah! de las neuronas;
¡Ah! de su silencio y de su tedio,
sin la vitalidad, de las papilas gustativas.
GASTROCAUCANIDAD SIN RECETARIO
Recuerdo una película que causó en toda nuestra generación, la suficiente impresión
como para haber inspirado durante mucho tiempo nuestros sueños: “Un viaje
fantástico”. Así, creo también, se debería llamar, esta intromisión a los
laberintos del saber y del sabor que estoy descubriendo en la fantasía de un
mundo, inspirado en la realidad de nuestra sencilla culinaria, cuando fui
retado a meterme en el cuento de la muestra de la cocina regional, en el marco
del “Segundo congreso gastronómico Nacional”, que aplaudió Colombia entera,
cuando se empezaron a calmar los vientos de nuestro verano y septiembre arrancó
amenazando invierno y poesía.
Así, como la tan mentada y hoy ponderada cocina
mediterránea, en donde las cosas saben a lo que son, nuestra comida es lo que
es y sabe como es, sin pretender arrancarle sabores a nadie ni a nada.
No hay pueblo cercano al amazonas que como el Caucano, le haya arrebatado al pulmón del mundo desde sus mismísimas entrañas, esa salvaje nuez llamada maní, volviéndola un volcán de inspiración culinaria en sus platos. El maní está involucrado en nuestra cultura, como la inspiración poética y como el carguío en Semana Santa.
Las empanadas de pipián han mitigado la ansiedad de nuestros
guerreros al lado de la lanza, de la espada y del arcabuz; ellos, junto al fusil republicano y hoy de la mano
de las armas automáticas, siempre se han detenido con respeto, junto a una paila de manteca hirviendo, esperando
sin jerarquía y con paciencia, un turno
para poder degustar la crujiente
masa de maíz añejo.
Nada tan alejado de la opulencia y el boato de tantas riquezas y de nuestra influencia política en
la vida Nacional durante cuatro siglos, como la exquisita sencillez y el tamaño
de un tamal de Pipián, en donde la proteína se asoma tan tímidamente como un
niño tras bambalinas, pero que produce un efecto de hilaridad y gula, que solo
detiene la picazón de un espectacular ají de maní que lo baña y realza en
singular armonía de gusto, de talante y de identidad cultural.
Nuestro Pipián adobado con maní, tiene la versatilidad de
permanecer estable en su estructura, ya sea a los 190 grados Celsius en que se
fríe la empanada, como a los 90 y tantos del agua en que se cocinan los tamales
abrigados en hojas de plátano, que producen el efecto de “baño de maria”,
preservando su virginidad interior, de la entrometida agua que trata de
penetrarlos sin conseguirlo. Ecuación
perfecta y centenaria de sabor, que hoy sigue de la mano, acompañando fiestas populares,
banquetes de gobierno, mesas almidonadas, y cocinas de leña, que mezclan olor y
humo, con Gentes que comparten visitas y tertulias, y que también es la base de
otros platos que la utilizan, como el de los callos en el adorable “Tripazo” o un
exquisito nonato de res, en nuestro popularísimo “Ternero”. Qué variedad de
sabores y siempre custodiados por esta
simbiosis, que asimila la
teoría de la materia: jamás se destruye,
¡solamente se transforma!.
La exquisitez de un “ Fondo oscuro” del que tanto se ufanan
los chapetones, en nuestra culinaria se quita su capa castellana y cae vencido
ante la filigrana de su similar, el
“caldo batido”, que abre puertas al maní y a las papas, esta vez
encaprichado en perejil y en franca guarnición del maíz, para marchar, con
altivez de comensal cardenalicio y dar paso a la reina
de nuestra mesa servida: La sopa de tortilla. Pero si la cocinera entra en gana, retira la
tortilla y a la misma base le agrega envuelto de colada de maíz el lunes ó trozos de carantanta el
martes ó patacones laminados el viernes,
estaremos entonces, frente a cuatro platos diferentes y a cuatro sabores que
extasían con carácter la cocina cotidiana de esta tierra, que arranca en el
poniente, bañada por las aguas del pacifico a ritmo de tambor y pieles negras,
y termina en fríos picos volcánicos con líricos sonidos de flautas de traviesa.
Picos de los que alguna vez, descendieron los indios cargados de costales en
los que traían hielo, para que una señora con infulas de alquimista, llamada
“Baudilia”, preparara un refresco, sobre la base de mora y piña, al que llamó
Salpicón y que hoy hace parte de nuestro inventario culinario.
Mi viaje fantástico hace un alto obligado y se descubre
junto a quienes admiran lo que parece una pintura impresionista. Es el color y
la forma en toda su dimensión; mezcla de
dulces y cítricos desamargados, con amasijos
de harinas y almidones, fritos en forma de buñuelos, hojaldres y
rosquillas. Son los dulces de “noche buena” que los Popayanejos hemos empezado
a consumir sin permiso de la costumbre, pero con razón justificada, durante los 11 meses restantes al diciembre
de cada año.
Y pasan también, como en la canción de Piero, el encurtido y
sus ejércitos dispuestos como soldaditos en escuadras de diminutos ullucos,
ajíes dulces, papitas coloradas, cebollitas, coles, brotes del maguey y tallos
de cañabrava (Chulquin). Ellos pasan y pasan, cada uno vestido en su color y en
su olor, refrescados en una mezcla
perfecta de vinagres y aromáticas.
Déjenme rápidamente contarles, que la fritanga en las toldas
domingueras y plato principal de bazares y mingas de indígenas y campesinos,
ofrece una morcilla delicada en su tamaño, crujiente por su tueste, aromatizada
en poleo y hierbabuena y lejos del complejo de “obispo” como acostumbran consumirla
en otros lares; Costilla y bofe con sabor a costilla y bofe. Sin nitro,
ni adobos exóticos. Fritanga que se asienta cuando refrescamos la garganta con
una equilibrada “aloja” de maíz, tan precisa en su fermentación, que debe ser
apenas iniciada y pringosita, con apenas pocas horas antes de consumirla, ya
que se vuelve definitivamente fea, cuando traspasa los limites de sus
propios secretos.
Tal vez soy corto, cuando apenas rozo el mundo del
hojaldre, que Popayán asimiló como mandato teológico, de las religiosas
Europeas que se han recogido piadosas, en esta tierra premiada por Dios. Con un
clima, que alguien de mis carísimos afectos, resolvió que era la misma
extensión de la epidermis y que invita como pocos, al sempiterno repicar de
cantos Gregorianos y oraciones, en monasterios ó clausuras. Lecciones que con altura asimiló nuestra querida “Chepa” en sus
exquisitos aplanchados. Corto también en las mantecadas de yuca y almíbar
cristalizado. Corto en empanadas y tamales de guiso. Pero mucho más corto, cuando ni si quiera detallo,
la comida Guapireña, con cuerpo y sazón
propias, como el aislamiento en que ha permanecido ese lugar de nuestra
geografía, encocada como sus Jaibas en
universo autista. Cultura arraigada, de narrativa embrujadora, saturada
de música, rebozada de sabores y de una poesía que se diluye entre sus ríos, entre su mar y entre sus selvas, pero que a excepción de Martan
Góngora, nadie más se ha atrevido a publicarla
El verso, que tanto ha servido a Popayán para sintetizar su
trasegar y la justificación de sus
costumbres, no podía estar lejos de su cocina. En este ejemplo, alguien
concretó con gastronómica inspiración, un detalle de la cotidianidad
social:
DICE LA GENTE IMPRUDENTE,
QUE LO ES TODA EN POPAYÁN,
QUE HA SIDO LA DE PIPIAN
LA EMPANADA MAS CALIENTE.
Epigrama, que narra
con precisión, el acontecer Payanés,
cuando una de dos agraciadas hermanas solteras y célibes por consiguiente,
apodadas “la de pipián” y “la de guiso” por ser una morena
y mona la otra, resultó
embarazada, sin varón conocido que la cortejara, ni mucho menos marido que le
causara.
La cocina del Cauca no está hecha en prosa. Es métricamente
calculada, dulce y precisa. Llena de razones sociales como su devenir histórico
y por lo tanto diseñada, escrita y cocida en la rima de su pueblo, durante
cientos de años. Adobada con autenticidad y gentileza, pero con carácter e
integralmente ligada al desarrollo de su cultura.
MANUEL IGNACIO CARDENAS VALDENEBRO
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